martes, 19 de octubre de 2010

Es que esto es Carcelona


Hace unos días apareció publicado en El Mundo el artículo que adjunto a continuación. Me hizo reír bastante ya que:
1. Yo solía ser fanático de las películas de Woody Allen, al punto de ir el primer viernes de estreno y si podía, a la primera sesión, la de las 4. Desde la infame Vicky Cristina Barcelona, decidí que ya no vería ninguna más. No reniego de los grandes momentos que nos hizo pasar Woody pero el abuelete simpático debería entender que ya le ha llegado la hora de dedicarse a la petanca o a sus ligues y no a manchar su reputación.
2. Fui durante un par de años adolescentes miembro del club de fans de Bruce Springsteen de Carcelona. Recuerdo una tarde de sábado en un local de la Sagrera donde nos encontrábamos para intercambiar discos piratas o para meternos con su mujer, la ínclita Patty Scialfa. No sé en qué momento dejé de escuchar sus discos. Quizás cuando me di cuenta que llevaba años tocando la misma canción.
3. Felipe González nunca fue santo de mi devoción. Seguramente debido a que crecí en un entorno "convergent" donde los socialistas se me presentaban como aquellos que creían en el comunismo a la carta, o sea lo mío es mío y lo de lo demás es de todos. Felipe es como el Rey Juan Carlos, se ha sabido construir una imagen campechana y dicharachera que le va de maravilla en su faceta de ex-presidente e ideólogo de todo a cien.
Asi que, a pesar de alguna divergencia con el tal Sostres (la parte final ejem), estoy de acuerdo en que nada bueno se puede esperar de una ciudad que idolatra a estos tres personajes.

Es que esto es Barcelona

Estuvo ayer Felipe González en Barcelona presentando su nuevo libro, un soporífero tostón sobre Europa, en medio de una extraordinaria afluencia de público. Barcelona mantiene este tipo de euforias con algunos personajes. Felipe González es uno de ellos. Otro es Woody Allen; sus películas son vistas en mi ciudad más que en cualquier otra capital europea. Con Bruce Springsteen el delirio es también extremo, y más desde que tiene el detalle de dirigirse en catalán al público que asiste a sus conciertos. Se trata siempre de ídolos relativistas, que creen en todo y en nada, y que basan su discurso en que lo mismo vale una cosa que la otra. El socialismo de Felipe es el que robó y secuestró y mintió y nos espió; las películas de Woody Allen difunden una idea muy pobre de la vida y aún más barata del amor; Bruce es un camionero que grita, se tira botellas de agua por encima y juega a resbalar de rodillas por los escenarios. Sus conciertos de tres horas son insoportables.


No son éstas las únicas fascinaciones de Barcelona, la ciudad que lleva más de 30 años gobernada por socialistas. Cuando Arafat murió y se siguió el rastro de las cuentas bancarias que recogían la solidaridad internacional con Palestina, éstas estaban todas desviadas a Suiza e iban a parar directamente a los bolsillos del ex terrorista. La ciudad que, en términos relativos y absolutos, más había contribuido al fenomenal engaño fue, por supuesto, Barcelona. La misma ciudad que batió el récord de participación en las manifestaciones contra la globalización y la Guerra de Irak, y también en la que más gente se desnudó en medio de la calle para atender los caprichos de aquel fotógrafo degenerado y chiflado.


También somos la capital de la cloaca antisistema, desde el consejero de Interior hasta los delincuentes que asaltan propiedades ajenas, ocupándolas, o tiendas para robar pantalones tejanos. La autoridad no tiene ningún prestigio.


Entre la grosería de Springsteen, el cinismo tan espeluznante de Felipe y estas recientes películas de Woody Allen que quieren convencernos de que sólo podremos ser felices acostándonos con dos a la vez, sean tíos o tías, era de prever que la degradación sería imparable. Todo va tomando estética como de fiesta del barrio de Gràcia, cenas en la calle con manteles de papel y cerveza caliente en vasos de plástico, olor a hierba prohibida y jaleo de madrugada cuando como fin de fiesta algunos okupas queman containers y se lían a pedradas contra la Policía.


La situación es, en su conjunto, tan demencial que dan ganas de encerrarse en Via Veneto y no salir nunca más. Cuando tengo que explicar lo que le pasa a mi ciudad, que, por otro lado, es hoy la capital gastronómica del mundo o la que cuenta con los mejores oncólogos del momento, esta ciudad mía igualmente capaz de brillantez y de vulgaridad, suelo recurrir a la mítica sentencia de un antiguo socio que teníamos en la República Dominicana. Un día, paseando entre sinuosos cuerpos de biquini escaso por Punta Cana, le pregunté: «Oye, Rubén, ¿no crees que aquí las chicas van un poco sueltas?». Y con la mirada puesta en una que pasaba, me respondió: «No es que sean putas, es que esto es el trópico».

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