Como ya hemos visto Lisboa, nos podríamos morir tranquilos. Pero somos insaciables y queremos más, más Portugal, más viento del Atlántico, más sardinas y ensalada. Necesitamos alquilar un coche. Nos dicen que está complicado, que hasta dentro de quince días no habrá uno disponible, que vayamos en tren. Como casi siempre en este viaje, la solución la tiene Joao. Aparece sonriente por entre las calles de la Baixa y se sienta con nosotros en la mesa. Discute con el camarero sobre la manera cómo prepara el bacalao y, mientras esperamos la orden, aceituna va, aceituna viene, Joao nos cuenta su teoría sobre el portuñol, que él afirma es una de las lenguas del futuro. No sólo él lo piensa, sesudos analistas también: http://www.elpais.com/articulo/sociedad/hora/portunol/elpepusoc/20090804elpepusoc_14/Tes
Así que decidimos hablar en portuñol a partir de este momento, como Manu Chao, como Mourinho o como Cristiano Ronaldo, sobre el que Joao también tiene una teoría. Según él, la diferencia entre Messi y Ronaldo es que el primero, si no fuera futbolista, trabajaría en una carnicería en Rosario, mientras que el de Madeira, además de no haber conocido nunca a Paris Hilton, sería ahora una víctima de la pedofilia alemana... Seguimos estando de acuerdo con Joao, y más aún cuando nos acompaña al aeropuerto donde, obviamente, no estamos en la Rumanía de Causescu sino en ¡Portugal! -país que, no lo olvidemos, entró en la Unión Europea el mismo año que España-, conseguimos un coche listo para nuestra particular “road-movie” por el Alentejo. Antes de partir nos tomamos otra bica, o sea un café expresso, en una panadería lisboeta que, como casi todas, nos recuerda a las de los Palos Grandes, en nuestra añorada Caracas. Discrepo con la rubia del cuento sobre la importancia del cachito, ausente en Lisboa, y concuerdo con ella sobre la tosta mista, una nada despreciable aportación local a la cultura gastronómica del desayuno. Desde la panadería me fijo en el ritmo apacible de los lisboetas. Caminan despacio, hablan bajito, miran discretamente. Los foráneos, sin proponérnoslo, actuamos igual. A ratos no nos queda otro remedio. Las baldosas, por ejemplo en la plaza Camoes, se nos pegan a la suela del zapato, obligándonos a desacelerar el ritmo y adaptarnos sin rechistar a la atmósfera lisboeta. Hora de partir. Atravesamos el magnífico puente sobre el Tajo y nos plantamos en Comporta a la hora de comer. En un entrañable restaurante a la entrada del pueblo probamos por primera vez un delicioso arroz portugués. Le preguntamos al dueño sobre un buen rincón para dormir la siesta y nos dibuja en el mantel los sesenta kilómetros de playa a nuestra disposición. Menos mal que nos queda Portugal.
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