miércoles, 28 de octubre de 2009
La sucursal del cielo
Ha estado unos días por Carcelona el escritor venezolano Alberto Barrera Tyszka. Ha presentado un libro de cuentos, Crímenes, que me ha reconciliado con este género, el del cuento, tan difícil. Te voy a echar un cuento, te dice un amigo en Caracas cuando quiere contarte algo. Los libros de cuentos no se venden, ha dicho Herralde esta mañana. ¿Cuándo fue la última vez que compraste un libro de cuentos?, le ha preguntado a Alberto. El problema, según parece, es que el lector que invierte su afectividad en un libro, quiere que dure al menos 200 páginas. Un libro de cuentos es un permanente coitus interruptus, ha comentado un periodista. Crímenes es una excepción a esta supuesta regla. Los cuentos de Barrera se enlazan unos con otros. Una atmosfera caraqueña sobrevuela las páginas. Los finales abiertos sostienen este hilo invisible que las atraviesa. Y es que Alberto es bueno echando cuentos. A pesar de su terror a los adjetivos. A pesar de su intoxicación telenovelera. A pesar del hartazgo antichavista.
Hablando de crímenes, este jueves se inaugura Fotopress09, en el Caixa Forum. Vale la penar ir. Mi amiga Lurdes Basolí presenta su serie "la sucursal del cielo", un estremecedor trabajo realizado en Caracas durante el último año y medio. Si Barrera opta por explorar los efectos de la violencia en la vida cotidiana de la cada vez más indefensa ciudadanía caraqueña, Basolí arriesga el pellejo -y la salud- sumergiéndose en lo lugares donde suceden estos crímenes, explorando entre las ruinas, indagando en el vacío, compartiendo el dolor que provoca esta violencia inexplicable. Como en la imagen que ilustra este texto, en donde los diferentes NO tatuados en las paredes, restos de algún absurdo proceso electoral, nos interpelan. Esos NO son un grito de súplica, un aullido a medianoche, una queja infinita. No más muertes inútiles. No. No. No.
Como escribe Gerardo Zavarce en el texto que acompaña la serie,
"La verdadera tragedia es no tener tragedia. Caracas es una ciudad que no sabe qué hacer con sus muertos, quizás porque nadie está vivo.
"Los ladridos traquetean como descargas de armas automáticas: ¡pa, pa, pa, pa! ¿Quién dijo miedo? Son sólo fotografías, imágenes, representaciones. En cambio, la realidad siempre es más terrible, trágica, terrible, desesperanzadora, contundente. Todo queda claro, no hay cielo que valga, cuando los ángeles portan "hierros de alto calibre" y sus cañones resuenan como flautas.
Al final todo queda en silencio, quieto, como lo afirma el poeta Rafael Cadenas: "...Matamos porque estamos muertos".
Nadie está a salvo, nadie queda inmune, todos somos víctimas y victimarios de una guerra sin bautismo, tal como lo señalan las imágenes de Basolí: "Vivimos una guerra que aún no tiene nombre".
domingo, 25 de octubre de 2009
Portbou es un sementerio
¿Quién es Bou? Me pregunta Nyla Bocado en el Talgo que nos lleva a Portbou. No se lo digo porque suena un móvil. Todo el vagón se entera de los problemas de Berta. ¿Por qué la gente grita cuando habla por teléfono? Miro el paisaje. Se transforma lentamente, al ritmo cansino que impone el Talgo. Nuevamente en una frontera. Otro límite. Otro punto especial del mapa: Portbou. En este pequeño pueblo costero unos piratas amigos de Nyla han decidido izar su bandera negra este fin de semana de septiembre. Portbou, festival Surpas. Cultura libre y popular. Es salir del tren, atravesar la estación, descender por unas frondosas escaleras y sentirnos libres. Y populares también. Nuestros amigos piratas han llegado en su velero de juguete y el propio alcalde los ha ido a recibir. Los finlandeses también han tomado Portbou. Algunos para tocar mientras otros vemos Nanook el Esquimal. Grande Nanook. De mayor quiero ser como Nanook, quiero que me muerdan la suela de la bota, quiero que me susurren Uk Uk Uk antes de dormir. Hambriento nos sumamos a la fideuá libre y popular en el edificio de la Aduana, o sea lo que no hace tanto era la aduana de la que no hace tanto era la frontera entre España y Francia, ahora técnicamente diluida en esa comunidad de vecinos llamada Europa. Se está bien en Portbou. Se siente cierta liviandad. Les ha sentado bien soltar lastre, perder protagonismo. Portbou es ahora simplemente un pueblo más de la Costa Brava. El primer pueblo. El último pueblo. Depende de como se mire. Un privilegio de Portbou. Caminamos hacia el puerto y nos cruzamos con el latin-lover, un personaje escapado de una fotonovela venezolana que, guitarra al ristre, ha llegado en auto-stop desde Berlin. Nos cuenta que lo de la guitarra se lo aconsejó un amigo. Para lo del auto-stop. Con guitarra te paran más. El mito del músico ambulante. Como los finlandeses que tocan en la noche. Vienen con todo, o sea con una mezcla de peculiares instrumentos entre los que destaca una cuerda vertical que, del techo al suelo, se convierte en la medida del trance finlandés. Si se tensa mucho la cuerda acaban a golpes, si se afloja un poco, a besos. No hay punto medio para estos piratas del norte a los que la ligera tramuntana de estos días los ha acabado de poner a punto. Nyla Bocado cumple años y nos abrazamos al pino que atraviesa el balcón de nuestra habitación escuchando un Mediterráneo calmado. Dormimos y creo que soñamos con Benjamin. En Portbou todos sueñan con Benjamin. Todo Portbou sostiene la memoria del bueno de Walter. Visita obligada al cementerio. Buscando la tumba del maestro. Nos sentamos en un banco para impregnarnos de la atmosfera, de ese lugar del que Hanna Arendt dijo que era uno de los lugares más extraordinarios y bellos que había visto en su vida. Exageró un poco, sí, pero el lugar es bello, tiene alma. Tanta belleza excita a la siempre voraz Nyla, que en un rápido movimiento se sienta en mis rodillas y me desabrocha el pantalón. Con los pantalones en las rodillas, cruzo mi mirada con una rubia que ha entrado sigilosamente en el ahora sementerio. Nyla me abraza sin moverse. Un instante después aparece el acompañante de la rubia, que retrocede como pidiendo perdón, como si hubiera entrado en la habitación equivocada, como si aquel banco, ya se sabe, estuviera puesto ahí, frente a la tumba de Benjamin, para eso. Sexo y muerte. Al rato salimos del sementerio. Bajamos las escaleras del memorial. Unas escaleras hacia el mar. Unas escaleras sucias. No sé si a Benjamin le hubiera gustado este memorial. Lo que sí le habría gustado, si le hubieran dejado, es tomar un baño en alguna de las calas de Portbou. No me he bañado en una agua tan clara en la vida. Ni siquiera en el Caribe. Desnudos, libres, populares. Seguimos viendo finlandeses por todas partes. Y parejas haciendo el amor en lugares poco habituales. Esta vez es en la plataforma situada a menos de cincuenta metros de la playa. Un tal Pedro y su novia se refriegan, coreados por media docena de incondicionales que les observan desde el chiringuito. Los surpasados los llaman. ¿Qué haremos el lunes, cuando se hayan ido los del festival? se pregunta desconsolado el dueño de un bar. En otro, unos argentinos discuten con unos lugareños. Buena mezcla la de Portbou. Deberíamos convertirla en un puerto pirata. En la sede del partido pirata. Ojo, con los piratas. En Suecia ya son 250.000.
Todo esto ocurrió hace unos meses. Lo recuerdo así. No fue exactamente así pero así es como lo recuerdo. Recuerdo también haber leído un libro de César Aira. Habla sobre los recuerdos, justamente.
"Dijo que se entretenía con los recuerdos. Tirado en la cama mirando el techo, dejaba girar "la ruleta" de la memoria, y donde cayera "la bola" ahí revivía un momento o época de su vida. Lo cual, agregó, podía ser bueno o malo. Por lo general era malo, lo que es coherente con la metáfora porque en la ruleta son muchos más los números perdedores que los ganadores. Pero aún así valía la pena por el placer inmenso que obtenía de los escasos recuerdos felices, cuando el azar quería que salieran. ¡Qué deleite entonces, qué goce, cuánta dicha!”
"lo curioso es que no pensar en alguien o algo, borrarlo, desaparecerlo, no significa olvidarlo. Es como si el olvido exigiera un trabajo especial, de tipo positivo, no negativo como el mero negarse a pensar en un tema. Y creo que yo puedo decir que no olvido nada"
lunes, 19 de octubre de 2009
Prohibido ser feliz (ni una hora)
martes, 13 de octubre de 2009
La Campana
¿Tienes que ir a la campana? Uf, pide un día de fiesta en el trabajo, me dice un amigo. Las colas son horribles, te pasas la mañana ahí, de ventanilla en ventanilla, me advierte otro. Tómatelo con soda, me suelta un venezolano que lleva años por acá. Ir a La Campana, como se conoce a la Dirección General de Tráfico de Carcelona, parece, a priori, una odisea. Un proceso kafkiano. Una tragedia post-poética. Un empache de burocracia. Pues miren, no se lo crean. No es así. Otra leyenda urbana. Sí que es verdad que llegar a la puerta de ese edificio sin alma -a pesar de la capa de barniz que le han echado últimamente- no es fácil. Metro hasta a Plaza España y ahí cambio a los Ferrocarriles de la Generalitat. Pero no al tramo pijo que sube a Sarrià y Vallvidrera sino al otro, al que se detiene en lugares tan misteriosos como Gornal, Almeda o La Beguda. A ver, por veinticinco pesetas, personajes famosos de Almeda. Tic tac tic tac tic tac. Ni uno sale. No conozco a nadie que haya estado en La Beguda. Ni siquiera en sueños. Gornal me suena a quitamanchas. Pino o limón. En fin, el caso es que bajo en Magòria-La Campana, cruzo la Gran Via y justo cuando voy a atravesar la puerta de este templo del papeleo me encuentro a la novia del hermano de mi amigo Abel. Junto con otros amigos, los 4 hemos pasado un entrañable fin de semana en un pueblo perdido del pre-prinireo aragonés. Sin wi-fi ni móvil ni HBO. Con setas, almendras y somontano. De lujo. ¿Qué haces aquí? me pregunta. Le cuento sobre mis gestiones y me dice que la fotocopia del vendedor debe ser compulsada. Qué raro, pienso, cuando llamé para informarme nadie me dio este dato. Me despido de Silvia y entro decidido. Casi la mitad de la gente con la que me cruzo lleva un casco bajo el brazo. La otra mitad se mueve inquieta. Agarro un número. El 459 por ejemplo. Hay una fila enorme para impresos y aclaraciones. En la caja del piso 2, sin embargo, todo fluye a buen ritmo. No pasan ni diez minutos y ya es mi turno. 50 euros, trámite listo. Ahora vaya al piso primero, ventanilla 14, me ordena una señora de gafas muy seria. Oiga, disculpe, ¿de verdad hace falta una fotocopia compulsada del DNI del vendedor? Depende de quien le toque, me contesta impertérrita. Mientras bajo las escaleras me doy cuenta que los funcionarios de La Campana son como los árbitros de fútbol. Todo queda a su buen criterio. Hay unas normas, como que tocarla con la mano en el área es penalty, que la fotocopia ha de ser compulsada, pero todo queda al buen juicio del trencilla, o del funcionario, si el contacto ha sido o no voluntario, si la fotocopia es válida o no. Pura arbitrariedad. Pura subjetividad. Puro cuento en definitiva. En la ventanilla 14 me dan el número C637. El marcador indica que van por el C620. Al loro, que no estamos tan mal. No pasa ni un cuarto de hora y ya me atiende una cejijunta funcionaria que recibe todos mis papeles -fotocopia no compulsada incluida- y me los devuelve al instante. Aquí tiene su nuevo permiso de circulación, concluye. Hemos cambiado el formato pero es lo mismo. Lo recojo todo rápidamente y salgo a la calle. Miro el reloj. No ha pasado ni una hora desde que salí de casa. ¡Qué maravilla La Campana! ¡Qué eficiencia! España va bien.
Manuel Vilas se compró un Audi de tercera mano, un Audi 100,