martes, 13 de octubre de 2009

La Campana


¿Tienes que ir a la campana? Uf, pide un día de fiesta en el trabajo, me dice un amigo. Las colas son horribles, te pasas la mañana ahí, de ventanilla en ventanilla, me advierte otro. Tómatelo con soda, me suelta un venezolano que lleva años por acá. Ir a La Campana, como se conoce a la Dirección General de Tráfico de Carcelona, parece, a priori, una odisea. Un proceso kafkiano. Una tragedia post-poética. Un empache de burocracia. Pues miren, no se lo crean. No es así. Otra leyenda urbana. Sí que es verdad que llegar a la puerta de ese edificio sin alma -a pesar de la capa de barniz que le han echado últimamente- no es fácil. Metro hasta a Plaza España y ahí cambio a los Ferrocarriles de la Generalitat. Pero no al tramo pijo que sube a Sarrià y Vallvidrera sino al otro, al que se detiene en lugares tan misteriosos como Gornal, Almeda o La Beguda. A ver, por veinticinco pesetas, personajes famosos de Almeda. Tic tac tic tac tic tac. Ni uno sale. No conozco a nadie que haya estado en La Beguda. Ni siquiera en sueños. Gornal me suena a quitamanchas. Pino o limón. En fin, el caso es que bajo en Magòria-La Campana, cruzo la Gran Via y justo cuando voy a atravesar la puerta de este templo del papeleo me encuentro a la novia del hermano de mi amigo Abel. Junto con otros amigos, los 4 hemos pasado un entrañable fin de semana en un pueblo perdido del pre-prinireo aragonés. Sin wi-fi ni móvil ni HBO. Con setas, almendras y somontano. De lujo. ¿Qué haces aquí? me pregunta. Le cuento sobre mis gestiones y me dice que la fotocopia del vendedor debe ser compulsada. Qué raro, pienso, cuando llamé para informarme nadie me dio este dato. Me despido de Silvia y entro decidido. Casi la mitad de la gente con la que me cruzo lleva un casco bajo el brazo. La otra mitad se mueve inquieta. Agarro un número. El 459 por ejemplo. Hay una fila enorme para impresos y aclaraciones. En la caja del piso 2, sin embargo, todo fluye a buen ritmo. No pasan ni diez minutos y ya es mi turno. 50 euros, trámite listo. Ahora vaya al piso primero, ventanilla 14, me ordena una señora de gafas muy seria. Oiga, disculpe, ¿de verdad hace falta una fotocopia compulsada del DNI del vendedor? Depende de quien le toque, me contesta impertérrita. Mientras bajo las escaleras me doy cuenta que los funcionarios de La Campana son como los árbitros de fútbol. Todo queda a su buen criterio. Hay unas normas, como que tocarla con la mano en el área es penalty, que la fotocopia ha de ser compulsada, pero todo queda al buen juicio del trencilla, o del funcionario, si el contacto ha sido o no voluntario, si la fotocopia es válida o no. Pura arbitrariedad. Pura subjetividad. Puro cuento en definitiva. En la ventanilla 14 me dan el número C637. El marcador indica que van por el C620. Al loro, que no estamos tan mal. No pasa ni un cuarto de hora y ya me atiende una cejijunta funcionaria que recibe todos mis papeles -fotocopia no compulsada incluida- y me los devuelve al instante. Aquí tiene su nuevo permiso de circulación, concluye. Hemos cambiado el formato pero es lo mismo. Lo recojo todo rápidamente y salgo a la calle. Miro el reloj. No ha pasado ni una hora desde que salí de casa. ¡Qué maravilla La Campana! ¡Qué eficiencia! España va bien.

Ahora que vuelvo a poseer un coche, de tercera mano, pero un coche al fin y al cabo, un Peugeot, me acuerdo de este homenaje que le hizo Manuel Vilas al Audi 100, ese coche que en los ochenta era un símbolo de ascenso social. Mi padre tuvo un Audi 100.
AUDI 100
Manuel Vilas se compró un Audi de tercera mano, un Audi 100,
y lo ponía a doscientos por la autopista de Barcelona,
y luego tenía que pagar el peaje y eso que no iba a ningún sitio.
Se quedaba mirando el Audi en las tardes de domingo,
en mitad de un descampado, en mitad del desierto.
El gran desierto que cerca la ciudad de Zaragoza,
estéril y ácido como una bocanada de uranio enriquecido.
Miraba las ruedas y las golpeaba con sus botas en punta,
y pensaba que estaban durísimas, llenas de aire embrutecido,
y es que acababa de estar en una gasolinera que se llamaba "El Cid",
y las había hinchado, ese silbido poderoso de las válvulas,
y miraba el dibujo de las ruedas, laberíntico y abstracto como las rayas
de la mano, y se miró la mano, rugosa piel enaltecida
en mitad de la nada, y se había cambiado
el viejo radiocasete del Audi por un compacdisc Pioneer,
con seis altavoces, 800 euros en el Carrefour ,
y puso a Lou Reed en el compac, y bien, muy bien,
Street Hassle puso, y bien, bien, muy bien, dijo de nuevo,
esto era todo, el Audi 100, la vida ennegrecida, las cercanías de un pueblo
llamado Bujaraloz, la autopista de Barcelona, los infinitos camiones,
un toro de Osborne cerca de Pina, el domingo, agrio y crucificado,
y Lou Reed sonando en ninguna parte, en el desierto celestial,
los 800 euros convertidos en el grito más hermoso de la tierra,
y ningún ángel del cielo descendiendo, y Manuel Vilas
--siervo de la nada, fumando, estéril, razonando, gimiendo--,
silbaba bajo el sol inclemente, difuso, el sol borracho,
y les daba patadas a las ruedas y las ruedas
le devolvían el impulso, y eso era gracioso,
y pensó en la guantera, y abrió la guantera y miró la documentación,
y leyó su nombre, y abrió el maletero, y le pareció que allí había
un montón de sitio para guardar cosas, y eso de repente le hizo completamente feliz.

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