viernes, 7 de agosto de 2009

Menos mal que nos queda portugal I


La rubia del cuento hace 20 años que no ve a Joao. La última vez estaban en New York, estudiando cine, filmando películas escatológicas. Pero Joao no sólo afirma haberle conseguido un piso céntrico y con vistas sino que va a venir a recogernos al aeropuerto. Yo no digo nada, no tengo motivos para dudar de él y mucho menos cuando veo que nos lleva hacia un Volkswagen Golf descapotable, de los antiguos, con el que vamos a llegar a Lisboa en el mejor "vaporetto style", o sea por todo lo alto. Joao está inquieto. Está esperando la llamada de su abogado. Está pendiente de un juicio que para él es fundamental. Se trata de recuperar los derechos de autor de un guión que lleva años escribiendo y que un malvado productor quiere apropiarse por la cara. Eso no se hace. Y menos a nuestro amigo Joao, que a mí, no sé por qué, me recuerda a Ray Liotta en Goodfellas, "Uno de los nuestros" se llamó en España, cuando tiene que preparar la pasta al mismo tiempo que salir a recoger una entrega de perico, todo esto con los helicópteros del FBI sobrevolando su espacio aéreo vital. Sin tanto espectáculo, Joao está en lo mismo. Tiene varias misiones que cumplir. Y nosotros con él. La primera, pasar por casa a ver a su mujer y a su orquesta de perros. Él lo admite. Tener cuatro perros en casa es una locura. Pero cuando conoció a su mujer, ya tenía dos. La tercera no acierto a adivinar de donde sale pero la cuarta la rescataron de la calle. Nos recibe un concierto de ladridos que no se detiene hasta que Joao no abre la puerta del jardín. Somos recibidos con gran alborozo por los cuatro perros que saltan, corretean, ladran, alrededor de nosotros en una improvisada coreografía que ya les gustaría programar en el Mercat de les Flors. Una locura, está claro. Su mujer no puede acompañarnos a donde sea que vayamos ahora y se despide de nosotros. Vamos a por hachís, segunda misión. Recogemos a una amiga que nos conduce a un edificio en donde ella se encarga del intercambio comercial. País de comerciantes Portugal. Con nuestras tabletas en el bolsillo, tercera misión, nos dirigimos a la playa. Joao nos ha prometido una sardinada al lado del mar y ésas son la clase de promesas que nos gusta que se cumplan. Cruzamos el puente sobre el Tajo, que en portugués es el Tejo, y nos desviamos en la primera salida. Al fondo a la derecha. Rumbo a Fonte de Telha. Llegamos a un pintoresco restaurante en la misma arena. El retiro del pescador se llama. Sardinas y ensalada. Joao nos cuenta su teoría sobre la razón por la cuál la cocina portuguesa, a pesar de su indudable calidad, no triunfa internacionalmente. Es por su mala presentación. Para muestra está ensalada mixta, explica serio, en donde los pimientos están colocados encima de una manera tan poco creativa. También nos enteramos de que Portugal es el segundo país que come más pescado y que un buen trabajo, al que tal vez Joao se dedique si no gana el juicio por los derechos de su guión, consiste en visitar los países nórdicos para convencerles de que coman más, pescado claro. Apasionante sin duda. La rubia del cuento afirma que ésa es la razón por la que los portugueses son tan tranquilos, tan pacíficos, tan tristes también, añado yo. Es la falta de carne, que les priva de esos ácidos que nos provocan la mala leche a los consumidores de carne. De postre melón y de digestivo una especie de orujo demasiado fuerte para mi paladar. Siesta en la playa hasta que el viento del Atlántico nos obliga a recogernos. Tener frío en pleno mes de julio no es algo que vayamos a aceptar de buenas a primeras. Por fortuna Joao lo tiene previsto y nos presentamos en una urbanización cercana extrañamente tranquila. Ahí nos instalamos en la piscina de Nuno, un amigo de infancia de Joao que según parece no está muy por la labor de someterse a la rutina capitalista y que vive encerrado en su apartamento de la costa y sólo poderosas razones, como la avería de su televisor, consiguen sacarlo de casa. Hasta la vista baby. De regreso para Lisboa con viento fresco y velocidad variable, la que tenemos que mantener ante el importante atasco en la autopista. La rubia del cuento maneja con soltura y acabamos llegando al centro antes de lo previsto. Aparcamos en cualquier lugar y nos tomamos, porque es típico, un licor llamado ginginha que en su época de esplendor, los años veinte, ganaba premios en concursos de licores, pero que ahora, en pleno siglo XXI, queda como una reminiscencia obsoleta de otra época. Mientras nos lo bebemos, en un local minúsculo, Joao nos mira como pensando, esto es lo que hay, es lo típico. Acabamos nuestro primer día en Lisboa en la plaza del príncipe con una buena cerveza local. Gracias Joao. Te queremos. 

Ver Lisboa y después morir, dicen que escribió Fernando Pessoa. Si escribiera hoy, quizás haría como los artesanos de los azulejos: Yes we can!

Del Libro del Desasosiego.

...Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada, me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha. Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.

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