domingo, 8 de febrero de 2009

semana 5

Está ya en la calle, en Caracas, el número 2 de la revista LaDosis. Se consigue gratis en tiendas de discos, centros culturales y universidades. Mi aportación es este breve texto sobre otra estupenda serie de televisión, Mad Men.

La publicidad os hará libres
Mad Men es una serie políticamente incorrecta. Vaya novedad, pensarán algunos, con razón. Incorrecta sí, no para el año 2008, cuando ya estamos de vuelta de todo, sino para 1960, años antes del feminismo, de la contracultura, de los anticonceptivos y de las drogas de diseño. Una época donde la manipulación profesional y el acoso sexual forman parte del trabajo. Una época donde puedes ser antisemita sin complejos. Una época en la que todos fuman a toda hora y en todo lugar: en el tren, en la oficina, en el restaurante, en la casa, delante de los niños, en la cama. Un fumar compulsivo: se termina uno y se prende el siguiente. El alcohol también está siempre a mano. Cualquier motivo es bueno para sacar la botella en el despacho y brindar: una nueva cuenta, una campaña exitosa o una conquista sexual. Salud y a otra cosa. Mad Men nos lleva a los sesenta. No a los grandes hechos históricos sino a la cotidianeidad. A la rutina laboral de todos los días. Al regreso a casa después del trabajo. Lo hace con una cuidadísima ambientación, unos diálogos contundentes y unos personajes auténticos. Un trabajo antropológico. Su creador, Matthew Weiner, estuvo cuatro años con Los Soprano antes de poder llevar a cabo este proyecto. Como en la serie de David Chase, actores poco conocidos asumen los roles principales. Sus personajes atrapan porque son de época y al mismo tiempo contemporáneos. Sus problemas son los nuestros. Difícil elección: o filosofía o amor. Mientras dudan, intentan abarcarlo todo. No es fácil. Jon Hamm es Don Draper. Aparentemente, un triunfador. Siempre impecable, a medida que avanza la trama vamos descubriendo su inmensa fragilidad, su pasado oscuro, sus vacilaciones, su incapacidad para implicarse con sus hijos, con su mujer, con su hermano, con su amante. De la primera temporada, quizás la escena cumbre sucede en el capítulo seis. Veinte secretarias son llevadas a una sala para que se prueben unos pintalabios. Del otro lado, sin ser vistos por ellas, los ejecutivos de cuenta las observan. Mad Men funciona así, como un doble espejo en el que a ratos vemos sin ser vistos y a ratos nos ven desde una década que algunos analistas han definido como la del fin de la inocencia. El capitalismo amable de los cincuenta se ficcionaliza y entra en una vorágine competitiva donde todo se convierte en producto. Desde un candidato presidencial (gracias a una estudiada estrategia comercial Kennedy derrota a Nixon) a una ciudad (gracias al Cristo-Corcovado, Río de Janeiro se convierte en un destino turístico de primer orden). Y mientras los hombres compiten, las mujeres van aprendiendo su nuevo rol en el trabajo. Unas celebran el día de la secretaria una vez por semana, y otras se concentran en ir ganando poco a poco su espacio. Ahí destaca la regordeta Peggy, impagable en su progresión de insípida secretaria a creativa de cuenta, llevándose por delante a Pete Campbell, el antagonista de Don, el sifrino con pretensiones que, de momento, se queda siempre con las ganas.

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